Manecillas corriendo en contra del tiempo. Luchando por absorber vida de esencias inocentes.
De pequeño, temía entrar en el taller de mi padre. Había muchísimos relojes. Pequeños, grandes, angulares, de péndulo, de cuco, con formas estrafalarias, sencillos o austeros.
Infinidad de circunferencias que marcaban el tiempo. Para mí, aquello era una pesadilla. Temía que me absorbiesen la vida. ¿Y si de noche, entre las sombras, se aliaban para acribillarme con sus agujas?
¿Y si quedaba atrapado entre sus esferas? Y si me convertía en la arena que caía con hastío, deslizándose por el estrecho camino... Hasta llegar a la otra orilla del cristal.
Todo eran miedos infundidos por mi inagotable imaginación. Sonreí con el recuerdo.
Era una media sonrisa rota. En mi cabeza se agolparon breves instantáneas de mi padre,
su gran nariz aguileña y su simpático bigote.
Él detrás del mostrador, encandilando al cliente con sus conocimientos sobre cada pequeño detalle del reloj, con esmero y pasión. Dedicaba cuerpo y alma en la relojería, en tallar los relojes de madera, en arreglar los engranajes de los viejos relojes.
Él decía que el engranaje era la máquina que los mantenía con vida, su corazón.
Que los relojes también sentían las manos de su creador, y el cariño que les insuflaba.
Yo siempre pensé que su corazón funcionaba como un reloj: miles de ruedecitas, unas más grandes que otras, circunferencias perfectas con cientos de dientecillos, que encajaban entre sí como el más perfecto mecanismo jamás creado. Él y todas sus creaciones eran pura magia.
Eso era lo más bonito que recuerdo de él. El problema es que se entregaba demasiado a su trabajo. Pasaba noches enteras en el taller, bajo la luz del candil, dedicado por completo a la creación de nuevos relojes. Dormía apenas unas horas, lo suficiente para poder estar en pie al día siguiente.
Él no era consciente de que no le dedicaba el tiempo necesario a su mujer y a su hijo.
Mamá estaba harta de esa situación, lo quería muchísimo, pero se sentía tremendamente sola.
Ella creía que había fracasado como esposa. Y se culpaba a sí misma. Por eso, un día, pensando que era lo mejor para él, decidió apartarse de su vida (de nuestra vida). Rememoro esa noche.
Yo era un crío, no superaría los siete años. Eran las cuatro de la mañana y papá aún no había vuelto a casa. Madre entró a mi habitación y me besó en la mejilla derecha, después en la nariz y por último en la frente. Me apartó mi cabello alborotado para poder regalarme una última caricia.
Yo seguí inmóvil, sin saber lo que ocurría. Una lágrima calló a la comisura de mis labios, y no era mía. Pobre mamá, debí de retenerla y decirle lo mucho que la quería.
Era tan inocente que no me di cuenta de que era una despedida. Seguí con mis ojos cerrados, haciéndome el dormido, sorprendido por esa muestra de amor, y sin poder atribuirle un motivo. Durante el resto de la noche, dí vueltas en mi cama sin poder conciliar el sueño.

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