La chica acuarela era un 22% color y un 78% agua.
Como podéis imaginar, estaba descolorida.
Tocaba el mundo y lo dejaba cuando no chorreante, húmedo.
¿De dónde procedía tanta agua?
De su propio llanto.
Era una Atlántida sumergida en su mar de lágrimas.
Los chicos de Sumre se mofaban de ella llamándola Atlantis.
Sumre era un rústico pueblecito norteño, con sus casitas de piedra y su gente afable,
arrugadas como pasas, pero con un corazón terso y suave como un melocotón.
El Bosque era de mil tonos verde, como la paleta de un daltónico jugando a ser dios.
Había sido salpicado de viruela: frutos rojos, manzanas, bayas..
Cuando el Bosque se rascaba las mejillas, caían todas sus frutas y daba paso a otra estación.
Atlantis se metía en la bañera y se desformaba:
adoptaba la forma del recipiente, voluble, cambiante, siempre mudable.
Era los charcos de la calle, el vapor del agua al salir de la ducha,
el vaho liberado por los labios de los amantes,
el sudor de dos cuerpos tras el frenesí del sexo.
Había más.
La chica acuarela no sólo era eso.
Era el arcoíris en un día de desesperanza,
el agua mezclada con pintura que se adhería en un abrazo imposible al cabello del pincel,
la saliva del deseo, el 'se me hace la boca agua' al oler las croquetas de la abuela.
Ella deseaba ser lluvia y se deshacía en un pozo cada día de tormenta,
retenida en un cuerpo humano aguado, transparente,
que refractaba la luz pero que no dejaba escapar a su mente.
Hasta que un día se suicidó en el modesto río Rieli.
El río se tiñó de colores conmovido por el regalo de la muchacha.
Desde entonces se le conoce como Aquarieli,
es un río risueño, cantarín, pigmentado sinfín.
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