Mi querido Homo Sapiens Sapiens:
Quiero leerte. Leernos.
Comernos: las palabras, las manos, el cerebro.
Saborear la inteligencia, la imaginación.
Quiero ser zombie y sentir
el sexto e innovador sabor
que esconde tu sabiduría.
lunes, 8 de febrero de 2016
¿Un título para qué?
Te leo y te siento en tantas palabras -que no son tuyas- pero tú estás en todas ellas.
(¡Mira! Él escribe como tú, engatusando las ideas, poniéndoles un cuenquito de leche para que no se vayan. Ella escribe audaz, con brío pero con calma, como tú en tus cartas.
Tiene la retórica que tú utilizas pero nadie sabe igualar.
Doma las metáforas con el látigo escondido detrás de la espalda y la mano acariciándoles el vientre.)
¿Es esto algo más que un capricho? ¿Es querer encontrarte en la casualidad, en la magia, en el pasado, como si fueses una reliquia que viene a mis manos con todo el peso de la historia?
(¡Mira! Él escribe como tú, engatusando las ideas, poniéndoles un cuenquito de leche para que no se vayan. Ella escribe audaz, con brío pero con calma, como tú en tus cartas.
Tiene la retórica que tú utilizas pero nadie sabe igualar.
Doma las metáforas con el látigo escondido detrás de la espalda y la mano acariciándoles el vientre.)
¿Es esto algo más que un capricho? ¿Es querer encontrarte en la casualidad, en la magia, en el pasado, como si fueses una reliquia que viene a mis manos con todo el peso de la historia?
Noches techadas
La lluvia que golpea el techo de mi alma, con fuerza, causa estruendo.
Desestabiliza, pugna por echar abajo
la pequeña protección que forjé a tan débil faz de mi ser.
El agua cala el alma esponja.
Psique empapada, en un rincón se halla tiritando.
Que nadie venga a arroparla con fútiles palabras.
Porque al alma no se la consuela con la escarcha de una voz.
Al alma se le brinda otra alma.
Desestabiliza, pugna por echar abajo
la pequeña protección que forjé a tan débil faz de mi ser.
El agua cala el alma esponja.
Psique empapada, en un rincón se halla tiritando.
Que nadie venga a arroparla con fútiles palabras.
Porque al alma no se la consuela con la escarcha de una voz.
Al alma se le brinda otra alma.
La oscuridad inherente
Escribo de mí para mí
y tal vez alguien pueda leerse
entre mis silencios.
Porque cuando te silencias, te fragmentas. Cuando te reprimes, te resquebrajas.
Acabas disociándote en múltiples yo.
Todos compiten por ser el mejor para ti, el que gane la partida y se materialice en palabras,
en actos, en existencia. Y todos los demás mueren... Una vez más. Otra. Y otra. Múltiples suicidios.
He dicho y he hecho cosas que no eran yo. Pero que también eran yo, con intenciones ocultas.
La verdad. ¿Mi verdad? No sé si existe.
Ni siquiera sé si existo en mi caótica autopercepción.
Tengo roto el sentido de la propiocepción mental.
y tal vez alguien pueda leerse
entre mis silencios.
Porque cuando te silencias, te fragmentas. Cuando te reprimes, te resquebrajas.
Acabas disociándote en múltiples yo.
Todos compiten por ser el mejor para ti, el que gane la partida y se materialice en palabras,
en actos, en existencia. Y todos los demás mueren... Una vez más. Otra. Y otra. Múltiples suicidios.
He dicho y he hecho cosas que no eran yo. Pero que también eran yo, con intenciones ocultas.
La verdad. ¿Mi verdad? No sé si existe.
Ni siquiera sé si existo en mi caótica autopercepción.
Tengo roto el sentido de la propiocepción mental.
Aqua.
La chica acuarela era un 22% color y un 78% agua.
Como podéis imaginar, estaba descolorida.
Tocaba el mundo y lo dejaba cuando no chorreante, húmedo.
¿De dónde procedía tanta agua?
De su propio llanto.
Era una Atlántida sumergida en su mar de lágrimas.
Los chicos de Sumre se mofaban de ella llamándola Atlantis.
Sumre era un rústico pueblecito norteño, con sus casitas de piedra y su gente afable,
arrugadas como pasas, pero con un corazón terso y suave como un melocotón.
El Bosque era de mil tonos verde, como la paleta de un daltónico jugando a ser dios.
Había sido salpicado de viruela: frutos rojos, manzanas, bayas..
Cuando el Bosque se rascaba las mejillas, caían todas sus frutas y daba paso a otra estación.
Atlantis se metía en la bañera y se desformaba:
adoptaba la forma del recipiente, voluble, cambiante, siempre mudable.
Era los charcos de la calle, el vapor del agua al salir de la ducha,
el vaho liberado por los labios de los amantes,
el sudor de dos cuerpos tras el frenesí del sexo.
Había más.
La chica acuarela no sólo era eso.
Era el arcoíris en un día de desesperanza,
el agua mezclada con pintura que se adhería en un abrazo imposible al cabello del pincel,
la saliva del deseo, el 'se me hace la boca agua' al oler las croquetas de la abuela.
Ella deseaba ser lluvia y se deshacía en un pozo cada día de tormenta,
retenida en un cuerpo humano aguado, transparente,
que refractaba la luz pero que no dejaba escapar a su mente.
Hasta que un día se suicidó en el modesto río Rieli.
El río se tiñó de colores conmovido por el regalo de la muchacha.
Desde entonces se le conoce como Aquarieli,
es un río risueño, cantarín, pigmentado sinfín.
Como podéis imaginar, estaba descolorida.
Tocaba el mundo y lo dejaba cuando no chorreante, húmedo.
¿De dónde procedía tanta agua?
De su propio llanto.
Era una Atlántida sumergida en su mar de lágrimas.
Los chicos de Sumre se mofaban de ella llamándola Atlantis.
Sumre era un rústico pueblecito norteño, con sus casitas de piedra y su gente afable,
arrugadas como pasas, pero con un corazón terso y suave como un melocotón.
El Bosque era de mil tonos verde, como la paleta de un daltónico jugando a ser dios.
Había sido salpicado de viruela: frutos rojos, manzanas, bayas..
Cuando el Bosque se rascaba las mejillas, caían todas sus frutas y daba paso a otra estación.
Atlantis se metía en la bañera y se desformaba:
adoptaba la forma del recipiente, voluble, cambiante, siempre mudable.
Era los charcos de la calle, el vapor del agua al salir de la ducha,
el vaho liberado por los labios de los amantes,
el sudor de dos cuerpos tras el frenesí del sexo.
Había más.
La chica acuarela no sólo era eso.
Era el arcoíris en un día de desesperanza,
el agua mezclada con pintura que se adhería en un abrazo imposible al cabello del pincel,
la saliva del deseo, el 'se me hace la boca agua' al oler las croquetas de la abuela.
Ella deseaba ser lluvia y se deshacía en un pozo cada día de tormenta,
retenida en un cuerpo humano aguado, transparente,
que refractaba la luz pero que no dejaba escapar a su mente.
Hasta que un día se suicidó en el modesto río Rieli.
El río se tiñó de colores conmovido por el regalo de la muchacha.
Desde entonces se le conoce como Aquarieli,
es un río risueño, cantarín, pigmentado sinfín.
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