Un intento de épica vida.
Victor Frankenstein se sentía un ser poderoso con una fuerza descomunal que llameaba en su interior, indómita, sentía la necesidad de gritar, rugir como una bestia.
Él era un ser divino, calificado como tal por sí mismo.
Había infundido un hálito de vida a un cuerpo condenado a la putrefacción hacía tan solo unas horas.
Frankenstein, así bautizado por su padre creador y dador de vida, dádiva dorada de su saliva, volvía a la vida tal y como se fue de ella: con estertores espasmódicos causados por las plateadas corrientes eléctricas sustraídas a la mismísima naturaleza.
La tormenta le transmitía un tormento sinigual, los rayos despertaban cada una de sus células del largo letargo al que habían sido expuestas.
Frankenstein admiró sus manos que hormigueaban y murmuraban secretos a su mente.
Cuando, ¡oh, crudo sino!
Su mano recobró su antigua vida, recuperó las directrices de su dueño anterior y se dispuso a estrangular al extraño que la intentaba someter a su voluntad.
No era la única que se había rebelado, también la izquierda se había desatado de las órdenes del cerebro de Frankie.
Ambas redoblaron su hormigueo, buscando despertar el resto del cuerpo.
Todos y cada uno de los órganos lo sabían:
¡Ese cerebro no era su gobernante! ¡Maldita sea!
La rebelión acababa de iniciarse.
Las manos siguieron con su danza macabra: llevaban al borde de la inconsciencia a la víctima, aflojando a su presa sólo para dejar que recuperase unos instantes el aire y sintiese sus pulmones ardiendo, quemazón en la garganta e incendio en el pecho.
Así una y otra vez.
Bailaban con la Muerte que acechaba y reclamaba recuperar lo que se le había arrebatado.
El fin de la No Vida estaba tan próximo que se podía respirar de los ojos de Victor, que emanaban efluvios indescriptibles.
El joven doctor no podía creerlo: su primogénito abocado al fracaso.
Observó como en una última sacudida se despidió de la vida, tan breve, tan fugaz, que ni le había dado tiempo a saborearla.
Victor se despidió por segunda vez de su hermano, Stephen, al que la esclerosis lateral amiotrófica le había arrebatado sus sueños de astronauta a los tiernos 17 años.
En el lecho de su muerte le prometió que le daría una nueva forma de cumplir su sueño...
Lágrimas amargas recorrieron su rostro y cayeron por última vez sobre sus labios, inertes e inexpresivos.
<< Sin duda hallaré la forma y la fórmula.
Hasta pronto, querido hermano. >>
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